A cada día que pasa, más fuerte se hace el aguijón que Nueva York causó en mí. He de confesar, que estando allí, me sentía totalmente eclipsada con la idea de: «Pues no me ha sorprendido nada, pues bueno, Chicago es más bonito, pues no me ha impactado tras haber hecho primero la Ruta66, pues lo mismo no hace falta volver…»
Ahora me desdigo porque, ¡ay Nueva York!, cuantos barrios geniales, cuanta gente amable, cuantos bares típicos americanos, cuantos puestos de fast-food riquísima y grasienta en cada esquina. Qué genialidad de museos, de miles de actividades que hacer, de recorrer Central Park una y otra vez. Cruzaría el puente de Brooklyn un millón de veces más, y cuando lo hacía me daba la vuelta y admiraba el portentoso Skyline, con el sol surcando los edificios. Ojala jamás se me olvide esa fotografía tan maravillosa.
No puedo borrar de mi cabeza las vistas espectaculares desde el Top of the Rock, tanto me gustaron, que he puesto un vinilo con esa imagen en una parte de mi casa, quiero vivir en Williamsburg, quiero recorrer Brooklyn y no puedo morirme sin antes, volver a contemplar esa poderosa y mágica ciudad que me ha embrujado con cierto recelo a toro pasado, a tan toro pasado, que tengo estos gratos recuerdos, como casi cuatro meses más tarde. Estoy profunda y dolorosamente enamorada de esta gran ciudad cinéfila. La veo en sueños, la veo en la tele, la veo en las películas y la veo en la pared de mi casa. Ahora entiendo el slogan I love NY, ¡yo también! He caído en la trampa, total y absolutamente.
Quiero recorrer la 5ª Avenida otra vez, quiero tumbarme en Central Park otra vez, quiero sentirme de nuevo una Newyorker de adopción, quiero emborracharme en Manhattan otra vez, subirme a un taxi otra vez, pasear por el Soho, quiero, quiero, quiero…volver a Bryant Park, observar el precioso Chrysler. Admirar el maravilloso techo de la Grand Central Station. Pero sobre todo, volver otra vez.